Hay otro argumento que está estrechamente ligado al anterior
y que se utiliza mucho a la hora de elegir una institución para realizar
estudios profesionales: la educación privada fomenta la competitividad.
El desarrollar las habilidades necesarias para competir es uno de los
valores más importantes que debería impulsar la educación. Así,
el individuo que ingresa a una institución privada y paga para ser
admitido, concibe a la educación como una inversión, que podrá
recuperar al terminar sus estudios e integrarse al mercado laboral,
basándose en su capacidad para competir con otros. Ya que el mercado
se rige por la competencia, es necesario que el individuo comprenda
y desarrolle las habilidades necesarias en la escuela para, posteriormente,
moverse con soltura en su vida profesional. Y esto sólo se puede lograr
si, y sólo si, el individuo invierte en ello; sólo si compite con
otros para obtener honores y privilegios. Si el individuo paga más,
o sea, invierte más, podrá aspirar a obtener mejores ganancias
en el futuro. La calidad de la educación, desde esta perspectiva, está
directamente relacionada con la posibilidad de recuperar la inversión
con creces y no necesariamente con la interiorización de valores, a
no ser el de la ganancia material como sinónimo de éxito.
Como se ve, los argumentos anteriores, si bien forman parte de la
idea de que la educación privada es superior a la pública, no necesariamente
coinciden con respecto a los valores promovidos. El valor fundamental
en el seno familiar no es la competencia sino la cooperación; pero
en el mercado laboral sucede exactamente lo contrario. De este modo
queda expuesto que la idea de la educación, como problema específico
de la vida privada, contiene contradicciones ya que para unos los central
es la educación de valores mientras que para otros lo primordial es
la educación para la competencia, en donde lo importante es ganar,
aun a costa de los demás.
Desde la perspectiva de la preeminencia de la esfera pública, que
define a la educación como un problema social, voy a describir dos
argumentos que ilustran sus perspectivas.
En primera instancia, si se parte de la premisa de que el Estado tiene
como objetivo fundamental la preservación y promoción de la paz social,
es necesario que intervenga y regule la esfera educativa. Al uniformizar
contenidos educativos, controlando y supervisando a las autoridades
e instituciones educativas, el Estado no hace otra cosa que reducir
la posibilidad de conflictos sociales. De otro modo, la Nación no contaría
con una identidad colectiva, nacional, que le permitiera a sus miembros
reconocerse como conciudadanos y por lo tanto estaría expuesta a constantes
divisiones. Se podría objetar la neutralidad de la historia oficial,
promovida en la educación pública, pero sería difícil no reconocer
que el objetivo de dicha historia no es otra que dotar de símbolos
nacionales que sirvan como asidero para no sólo ser parte formalmente
de la Nación, sino para que el ciudadano se sienta parte de ella. La
construcción de la Nación, o sea de esta comunidad de individuos que
se siente parte de una cultura, una historia, un marco legal común,
inició sólo después de la guerra de Reforma, en la que se debatió
precisamente los valores constitutivos de la nacionalidad, en particular
del principal agente educador, la Iglesia o el Estado. La construcción
de la nacionalidad mexicana pasó necesariamente por el control
estatal de la educación. Toda la segunda mitad del siglo XIX fue el
escenario en el que se cimentaron los ejes constitutivos de nuestra
mexicanidad y la escuela pública fue el espacio central de dicho proceso.
(Continuará)
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