sábado, 25 de abril de 2009

Fue hace diez años

El 20 de abril pasado se cumplieron diez años del inicio de la huelga estudiantil más larga que ha experimentado la Universidad Nacional Autónoma de México. Con esta acción los estudiantes universitarios protestaron por la reforma al Reglamento General de Pagos, que aumentaba el costo de las cuotas para los estudiantes, siguiendo las recetas propuestas por los organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial para privatizar la educación superior. La oposición al movimiento estudiantil fue creciendo conforme pasaba el tiempo, encabezada por la enorme campaña de desprestigio impulsada desde los medios de comunicación, descalificándolo y procurando desprestigiar a la Máxima Casa de Estudios del país para abrirle paso al proyecto educativo de la derecha mexicana, que siempre ha considerado a la UNAM como el obstáculo principal para imponerlo.
La puesta en práctica de una criminalización más activa hacia los movimientos sociales acabó con un movimiento estudiantil que tuvo como principal mérito haber puesto a discusión, en todos los niveles de la sociedad mexicana, la pertinencia de la educación pública -ya lo había hecho en 1986-1987, cuando era rector Jorge Carpizo. Los dos movimientos estudiantiles compartieron su oposición a las reformas neoliberales y al autoritarismo de la burocracia universitaria, procurando, cada uno a su manera, reformular el proyecto universitario para el siglo XXI.
Las consecuencias del movimiento estudiantil y la solución policiaca que le dio el gobierno federal, con la connivencia del gobierno de la ciudad de México -encabezado entonces por Rosario Robles- nos recordó a muchos el conflicto de 1968 pero dejó claro que las y los estudiantes de las universidades públicas mexicanas mantienen un alto nivel de conciencia política y de memoria histórica. Defender la educación pública es defender el sacrifico y esfuerzo de varias generaciones de mexicanos y mexicanas para mantener viva la idea de que el estado mexicano está obligado a respetar el espíritu del artículo tercero constitucional, proporcionando educación de calidad a las mayorías.
La sensación que quedó al final del movimiento fue de derrota. Sin embargo habrá que reconocer que hasta la fecha se mantiene el cobro una cuota simbólica a los estudiantes unamitas, por lo que no queda más que admitir que el movimiento resultó victorioso, a pesar de su final. Si a esto se agrega que el movimiento estudiantil del ‘99 puso en práctica por primera vez en el ámbito urbano las propuestas organizativas del neozapatismo, habrá que incluirlo dentro de las luchas que en nuestro país han tenido como objetivo conformar una sociedad más justa y democrática, oponiéndose al neoliberalismo predador.
Valgan estas líneas para reflexionar acerca de los movimientos sociales y su capacidad para promover el cambio social. Es cierto, hay mucho que conservar pero también mucho por cambiar. Y sólo las sociedades abiertas al cambio y celosas de su memoria colectiva sobrevivirán.

Capitalismo y narcotráfico

La mayoría de los argumentos que se han utilizado y que utilizan para combatir el narcotráfico adolecen de profundidad y procuran combatir el síntoma pero no la causa. De ése modo se logra presentar una imagen políticamente correcta, muy útil precisamente para que nada cambie. Dichas propuestas hablan de todo menos de que en el narcotráfico es una empresa más en el mundo de los negocios, que está estrechamente relacionada con todo lo que tenga que ver con comprar barato y vender caro, explotando a las personas a placer.

La ganancia es el dios al que todos los negociantes rinden tributo, y en su nombre pueden hacer lo que sea, al margen de consideraciones humanas o divinas. En ese sentido, los narcotraficantes son en realidad los empresarios por excelencia: voraces y predadores, imaginativos y tenaces, sin límites más que los que ellos se impongan, los superhombres del neoliberalismo -al mejor estilo de Nietzsche- y que en consecuencia, gozan de prestigio público por atreverse a definir sus propias reglas, al margen de todas las demás, desafiando a un estado corrupto, débil y a una sociedad fragmentada.

Leyendo el trabajo de Roberto Saviano titulado Gomorra – en el que describe y analiza el mundo de la Camorra napolitana- no queda más que asumir que el capitalismo y el narcotráfico se retroalimentan mutuamente, son las dos caras de una misma moneda. En el fondo, el narcotraficante aspira a ser un gran capitalista, escalando desde abajo para alcanzar la cima de la sociedad y aparecer en la lista de los más ricos del mundo.

Dice Saviano que en realidad, la ética criminal no es muy diferente de la empresarial. De lo que se trata es de lograr el respeto de los demás, de tener una oportunidad mínima para ascender socialmente gracias a la riqueza acumulada. De peón albañil, de mesero, de vigilante, de cajero, no hay ninguna oportunidad para mejorar -sin contar con la humillación perenne de salarios de risa, horas extras no pagadas; pero con una pistola en la mano las cosas cambian y se puede al menos soñar en tocar el cielo alguna vez gracias al esfuerzo personal. Mientras eso no se entienda, o mejor dicho mientras sigamos en un sistema explotador cada vez más deshumanizado, el narcotráfico encontrará sin problemas mano de obra barata, casi gratuita, a cambio de la ilusión de ser respetado, de tener un futuro.

Cito a Saviano porque me parece que es imposible decirlo mejor: “El Sistema (la Camorra) al menos ofrece la ilusión de que el esfuerzo sea reconocido, de que haya posibilidades de hacer carrera… Estos chiquillos inflados… no tenían en mente convertirse en Al Capone… no en pistoleros sino en hombres de negocios acompañados de modelos: querían llegar a ser empresarios de éxito.” En este sentido, me parece un acto de falso pudor, por decir lo menos, el protestar porque el Chapo apareció en la lista de Forbes, procurando ocultar una verdad que es el pan de cada día: si de acumular dinero se trata, se vale todo.

La razón cínica y la academia

El mundo académico de las ciencias sociales y las humanidades parece alejarse cada vez mas de los problemas de mas importantes para nuestras sociedades -como la pobreza, la marginación y el racismo- inclinándose hacia la justificación de la desigualdad social. En su afán por obtener algunas migajas del pastel, buena parte de las y los profesores de los referidos campos de conocimiento se especializan en estudiar la realidad tal cual, sin ocuparse de las causas que provocan el mundo en el que vivimos. Esta tendencia se ha escudado en lo que se conoce como la razón cínica.

En efecto, utilizando en una serie de argücias y trucos, los académicos ponen en juego argumentos supuestamente racionales para eludir la responsabilidad social que conlleva la obtención del conocimiento científico. Pero habrá que recordar que los intelectuales no están sólo para interpretar el mundo sino para intervenir en él y modificarlo.

Si partimos de la idea de que el conocimiento es un fenómeno social y no el producto de la inspiración de unos cuantos, habrá que admitir entonces que dicho conocimiento debe tener una utilidad social y no exclusivamente privada, que beneficie sólo a quienes puedan pagarlo. La cuestión no es para nada insignificante pues el futuro de las universidades y de las sociedades contemporáneas depende de la correlación de fuerzas entre estas dos visiones del conocimiento.

Por un lado están los que consideran a las universidades como mera extensión de las necesidades de las empresas privadas, las cuales deberían definir los contenidos de los programas de estudio para que los egresados puedan ser funcionales a sus intereses. Por el otro estamos los que creemos que los fines de las universidades deben partir de las necesidades públicas, de los problemas sociales. Esta polémica tiene en este momento a buena parte de los académicos y estudiantes de las universidades europeas en pie de guerra, quienes se oponen al proceso de Bolonia que pretende privatizar la educación y ponerla al servicio de los dueños del dinero. Es por eso que las y los académicos deberán tener conciencia de para quienes trabajan. En caso contrario, en un abrir y cerrar de ojos nos encontraremos con universidades orientadas exclusivamente a la investigación aplicada, cuyos resultados servirán sólo a los que la financian, con el cínico argumento que dice: el que paga manda.

Sin embargo, no se puede olvidar que la mayoría de las y los académicos mexicanos estudiaron en universidades públicas, y si se fueron al extranjero, las becas fueron pagadas con recursos públicos. Así que en realidad el que paga la educación superior no es el sector privado sino el público. Habrá que reconocer esa deuda para evitar caer cínicamente en los brazos del poderoso caballero, Don Dinero.

La razón cínica y la academia

El mundo académico de las ciencias sociales y las humanidades parece alejarse cada vez mas de los problemas de mas importantes para nuestras sociedades -como la pobreza, la marginación y el racismo- inclinándose hacia la justificación de la desigualdad social. En su afán por obtener algunas migajas del pastel, buena parte de las y los profesores de los referidos campos de conocimiento se especializan en estudiar la realidad tal cual, sin ocuparse de las causas que provocan el mundo en el que vivimos. Esta tendencia se ha escudado en lo que se conoce como la razón cínica.

En efecto, utilizando en una serie de argücias y trucos, los académicos ponen en juego argumentos supuestamente racionales para eludir la responsabilidad social que conlleva la obtención del conocimiento científico. Pero habrá que recordar que los intelectuales no están sólo para interpretar el mundo sino para intervenir en él y modificarlo.

Si partimos de la idea de que el conocimiento es un fenómeno social y no el producto de la inspiración de unos cuantos, habrá que admitir entonces que dicho conocimiento debe tener una utilidad social y no exclusivamente privada, que beneficie sólo a quienes puedan pagarlo. La cuestión no es para nada insignificante pues el futuro de las universidades y de las sociedades contemporáneas depende de la correlación de fuerzas entre estas dos visiones del conocimiento.

Por un lado están los que consideran a las universidades como mera extensión de las necesidades de las empresas privadas, las cuales deberían definir los contenidos de los programas de estudio para que los egresados puedan ser funcionales a sus intereses. Por el otro estamos los que creemos que los fines de las universidades deben partir de las necesidades públicas, de los problemas sociales. Esta polémica tiene en este momento a buena parte de los académicos y estudiantes de las universidades europeas en pie de guerra, quienes se oponen al proceso de Bolonia que pretende privatizar la educación y ponerla al servicio de los dueños del dinero. Es por eso que las y los académicos deberán tener conciencia de para quienes trabajan. En caso contrario, en un abrir y cerrar de ojos nos encontraremos con universidades orientadas exclusivamente a la investigación aplicada, cuyos resultados servirán sólo a los que la financian, con el cínico argumento que dice: el que paga manda.

Sin embargo, no se puede olvidar que la mayoría de las y los académicos mexicanos estudiaron en universidades públicas, y si se fueron al extranjero, las becas fueron pagadas con recursos públicos. Así que en realidad el que paga la educación superior no es el sector privado sino el público. Habrá que reconocer esa deuda para evitar caer cínicamente en los brazos del poderoso caballero, Don Dinero.