No hubo grandes festejos
ni concentraciones multitudinarias después del 1º de julio de
2012 en México. El candidato ganador celebró en lo oscurito,
a puertas cerradas, con la plana mayor del PRI y con la mediocracia
cómplice, mientras que millones de personas se preguntaban cómo pudo
ser que, después de doce años de vivir-dormir el sueño de la transición
democrática despertaran para darse cuenta que el dinosaurio seguía
allí, que nunca se había ido.
Las explicaciones de
los actores políticos y sus intelectuales variaron según sus diferentes
perspectivas: que el PRI ha cambiado; que la violencia social
incubó un voto conservador, temeroso del cambio: más vale malo
por conocido…; que la pobreza y la marginación obligaron a muchos
a vender su voto; que los grandes poderes fácticos del país y el extranjero
utilizaron toda su fuerza para manipular la elección.
Pero la pregunta subsiste: ¿por qué la mayoría
de los votantes, haiga sido como haiga sido, le dieron el triunfo al PRI? El
síndrome de Estocolmo tomó su nombre del asalto a un banco en el país
escandinavo en 1973 y en el que los asaltantes mantuvieron secuestradas
a varias personas casi una semana. La negativa de uno de los rehenes
a ser liberado de sus captores y, posteriormente en el juicio, a declarar
contra ellos le dio la vuelta al mundo y prefiguró lo que después
ha sido definido como un trastorno emocional “… que se caracteriza
por la justificación moral y el sentimiento de gratitud de un sujeto
hacia otro de quien forzosa o patológicamente dependen sus posibilidades
reales o imaginarias de supervivencia.” Al perder el control sobre
su existencia, el rehén se ve forzado a procurar equilibrar emocionalmente
la situación buscando explicaciones que le den sentido a la situación
en que se encuentra, lo que puede obligarlo a coincidir con los motivos
de su secuestrador.
A estas alturas de la
historia de México sería difícil negar que el régimen posrevolucionario
secuestró a la sociedad mexicana, encerrándola en el pacto corporativo
que dio origen al partido del estado, con el argumento de que sólo
conculcando libertades sería posible colocar a México entre
las naciones civilizadas y por tanto, merecedora de un lugar en el mundo.
Con el arribo del PAN a Los Pinos el país empeoró sensiblemente en
prácticamente todo los rubros de la vida nacional: la economía empeoró
y se ató aun más a la economía estadounidense; el cinismo de los
políticos y sus organizaciones creció exponencialmente y los escándalos
de corrupción e impunidad fueron pan de todos los días; pero sobre
todo, empezaron a agudizarse los problemas entre el estado mexicano
y los cárteles del narcotráfico. Fue así como afloró la añoranza
del secuestrador, el mecanismo psicológico por el cual se fue materializando
el regreso del dinosaurio a petición de las víctimas.
Y entonces se consumó
el regreso que en realidad no lo fue, pues en la psique de los mexicanos
las huellas del abuso posrevolucionario no desaparecieron nunca, permanecieron
latentes hasta que la pérdida de control de la vida cotidiana como
consecuencia de la crisis financiera internacional, los treinta años
de neoliberalismo devastador y el incremento de la violencia criminal
lo revivió, generando el deseo de someterse al Otro-PRI, ese Otro-PRI
que siempre estuvo allí, impune y entero, esperando que las circunstancias
lo regresaran a Los Pinos.
Por eso no hubo celebraciones
masivas y fiestas populares como las que se vieron en el 2000, cuando
la gente salió a la calle para manifestar su júbilo, liberados
aparentemente de sus secuestradores. El sueño democrático inaugurado
en el amanecer de este siglo se ha convertido en un amargo despertar.
Nunca fuimos liberados, seguimos al lado de nuestros secuestradores
sin comprender bien por qué. Y eso no se puede celebrar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario