jueves, 9 de agosto de 2012

El síndrome de Estocolmo y el falso regreso del dinosaurio.

No hubo grandes festejos ni concentraciones multitudinarias después del 1º de julio de 2012 en México. El candidato ganador celebró en lo oscurito, a puertas cerradas, con la plana mayor del PRI y con la mediocracia cómplice, mientras que millones de personas se preguntaban cómo pudo ser que, después de doce años de vivir-dormir el sueño de la transición democrática despertaran para darse cuenta que el dinosaurio seguía allí, que nunca se había ido.
Las explicaciones de los actores políticos y sus intelectuales variaron según sus diferentes perspectivas: que el PRI ha cambiado;  que la violencia social incubó un voto conservador, temeroso del cambio: más vale malo por conocido…; que la pobreza y la marginación obligaron a muchos a vender su voto; que los grandes poderes fácticos del país y el extranjero utilizaron toda su fuerza para manipular la elección.
Pero la pregunta subsiste: ¿por qué la mayoría de los votantes, haiga sido como haiga sido, le dieron el triunfo al PRI? El síndrome de Estocolmo tomó su nombre del asalto a un banco en el país escandinavo en 1973 y en el que los asaltantes mantuvieron secuestradas a varias personas casi una semana. La negativa de uno de los rehenes a ser liberado de sus captores y, posteriormente en el juicio, a declarar contra ellos le dio la vuelta al mundo y prefiguró lo que después ha sido definido como un trastorno emocional “… que se caracteriza por la justificación moral y el sentimiento de gratitud de un sujeto hacia otro de quien forzosa o patológicamente dependen sus posibilidades reales o imaginarias de supervivencia.” Al perder el control sobre su existencia, el rehén se ve forzado a procurar equilibrar emocionalmente la situación buscando explicaciones que le den sentido a la situación en que se encuentra, lo que puede obligarlo a coincidir con los motivos de su secuestrador.
A estas alturas de la historia de México sería difícil negar que el régimen posrevolucionario secuestró a la sociedad mexicana, encerrándola en el pacto corporativo que dio origen al partido del estado, con el argumento de que sólo conculcando libertades  sería posible colocar a México entre las naciones civilizadas y por tanto, merecedora de un lugar en el mundo. Con el arribo del PAN a Los Pinos el país empeoró sensiblemente en prácticamente todo los rubros de la vida nacional: la economía empeoró y se ató aun más a la economía estadounidense; el cinismo de los políticos y sus organizaciones creció exponencialmente y los escándalos de corrupción e impunidad fueron pan de todos los días; pero sobre todo, empezaron a agudizarse los problemas entre el estado mexicano y los cárteles del narcotráfico. Fue así como afloró la añoranza del secuestrador, el mecanismo psicológico por el cual se fue materializando el regreso del dinosaurio a petición de las víctimas.
Y entonces se consumó  el regreso que en realidad no lo fue, pues en la psique de los mexicanos las huellas del abuso posrevolucionario no desaparecieron nunca, permanecieron latentes hasta que la pérdida de control de la vida cotidiana como consecuencia de la crisis financiera internacional, los treinta años de neoliberalismo devastador y el incremento de la violencia criminal lo revivió, generando el deseo de someterse al Otro-PRI, ese Otro-PRI que siempre estuvo allí, impune y entero, esperando que las circunstancias lo regresaran a Los Pinos.
Por eso no hubo celebraciones masivas y fiestas populares como las que se vieron en el 2000, cuando la gente salió a la calle para manifestar su júbilo, liberados aparentemente de sus secuestradores. El sueño democrático inaugurado en el amanecer de este siglo se ha convertido en un amargo despertar. Nunca fuimos liberados, seguimos al lado de nuestros secuestradores sin comprender bien por qué. Y eso no se puede celebrar.

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