jueves, 17 de enero de 2013

Las policías comunitarias en Guerrero

El declive del estado liberal en México ha llenado de claroscuros la realidad nacional. Por un lado el fortalecimiento del narcotráfico, la pérdida de la soberanía alimentaria, financiera y comercial así como el sometimiento de la estrategia militar a los intereses geopolíticos de los Estados Unidos ilustran de manera fehaciente que el estado mexicano ha cedido poco a poco espacios que en otros tiempos eran considerados intocable por parte de la clase dominante mexicana. 

La otra cara de la moneda tiene que ver con que, al perder la capacidad de controlar el territorio nacional y a la población que lo habita, se han abierto espacios en estados como Chiapas  o en Guerrero que apuntan a señalar que el debilitamiento del estado mexicano no es un hipótesis por comprobar sino una realidad evidente.

El caso de las policías comunitarias en la costa chica de Guerrero ha cobrado una dimensión que hace sólo algunos años nadie hubiera concebido. Ante la ausencia o contubernio de las fuerzas de seguridad para contener el aumento exponencial del crimen organizado, los pueblos y comunidades de la tierra de Lucio Cabañas y el Ejército de los Pobres ha echado mano de su historia y sus tradiciones para tomar el problema en sus manos –emulando el grito zapatista del Ya Basta.

Organizados a partir de su pertenencia a una comunidad o municipio, los campesinos han utilizado sus propias armas y formas de organización para conformar milicias  para responder a los secuestros, robos, violaciones y destrucción del medio ambiente perpetrados por bandas de narcotraficantes que actúan como señores feudales en tierras ajenas. Seguramente nunca esperaron que los campesinos respondieran como lo han estado haciendo.

Su éxito ha sido importante, por decir lo menos, al grado de que el gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre Rivero empieza a delinear una táctica de contención más sutil: en un principio procuró ignorar el tema pero ante el aumento del número de comunidades que se han organizado para enfrentar a los narcotraficantes y sus aliados, los caciques y terratenientes de la región, se apresta ahora a dividirlos –favoreciendo y aliándose con algunas y no con todas las milicias- para evitar perder el control de la zona y sobre todo, de las ganancias que reportan la tala clandestina y el trasiego de drogas y armas que en esa zona marginada pero con una larga tradición de resistencia y lucha contra la explotación y la discriminación.

Lo interesante aquí es que con pocos recursos –escopetas, pistolas y rifles- pero con una enorme densidad moral, los campesinos de la costa chica están logrando lo que el ejército, las policías locales, estatal y federal así como los tres niveles de gobierno, con todo su poder económico no han podido o no han querido hacer: contener la violencia desatada por el crimen organizado y el saqueo de los recursos naturales. Y eso en mi opinión es un ejemplo claro como las comunidades y pueblos, al anular de la esperanza de que las autoridades hagan su trabajo han comenzado a trazar una nueva ruta, una contrapolítica que se sustenta en la confianza de que con la participación organizada desde abajo se puede concebir un mundo mejor.

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