Hace ya casi seis años la sombra ominosa de la militarización
en México se extendió por la tierra en la que dejó profunda
huella el legado humanista de Vasco de Quiroga. Se estrenó entonces
una visión fascista de la política que simplemente dividió al país
entre los que estaban a favor de pintarlo de verde olivo y los que denunciamos
los peligros y consecuencias de semejante aventura.
Se dijo entonces que la idea era consolidar el gobierno
de Felipe Calderón -enormemente cuestionado gracias a un proceso electoral
legítimo sólo para los dueños del dinero y sus empleados. Sin embargo,
hoy sabemos que la invasión del ejército federal y las detenciones
arbitrarias de buena parte de los presidentes municipales michoacanos
no fue sino la expresión más clara del Plan Mérida y la sumisión
a la política militar de EU.
Hoy que está por terminar un sexenio que será recordado
por las decenas de miles de muertos y desaparecidos, la sombra de la
represión vuelve por los caminos de Michoacán. Ahora las víctimas
son los estudiantes normalistas, satanizados por los corruptos líderes
de opinión que demuestran su enorme desprecio por los movimientos estudiantiles.
Una y otra vez, en los medios electrónicos y en la prensa escrita,
las descalificaciones, burlas y humillaciones rayanas en el racismo
y la discriminación demuestran una vez más que el fascismo avanza
sin rubor alguno.
Y al igual que en el inicio del sexenio -que se renovará
para seguir con la misma cantinela- las declaraciones de los encargados
de violaciones flagrantes a los derechos humanos coinciden en señalar
la necesidad de preservar el estado de derecho sin mirar en el costo
político que tales acciones les puedan acarrear. Coinciden en envolverse
en la bandera del sacrificio para mantener la paz social, el buen camino
de los negocios, el principio de autoridad.
Esta actitud no es más una clara señal del estado
mental de los gobernantes. Ante el enorme desprestigio del que gozan
se inventan mundos ad hoc para justificarse, para quedar como héroes incomprendidos,
que se enfrentan todos los días con la ingratitud de la población.
En su progresivo aislamiento, los políticos mexicanos no tienen más
remedio que echarse en los brazos de una esquizofrenia calculada, administrada,
mientras dejan tras de sí una estela de despojos, violencia y simulación.
La fuerza del fascismo militarista a la mexicana ha
logrado neutralizar a buena parte de los actores políticos que en otros
tiempos gozaron de mejor salud y encabezaron muchas veces el descontento
popular. Las burocracias sindicales se eternizan con la venia de sus
socios comerciales y políticos (que para el caso son los mismos); los
partidos políticos se han convertido en oficinas gubernamentales; las
organizaciones populares en caricatura de un mundo pauperizado, pasando
el sombrero para recoger migajas a cambio de votos.
En este contexto los movimientos estudiantiles, con
todas las limitaciones que puedan tener, se han convertido en el actor
político que ha logrado mantener en alto la estafeta de la rebelión,
del hartazgo por la descomposición social en que vivimos. En el DF,
en Veracruz, en Chiapas, en Oaxaca, son los estudiantes, la juventud
desempleada, marginada, vilipendiada, la que apuesta por un mundo diferente.
Son los que no tiene nada que perder porque nada tienen, más allá
de la certeza de que el futuro reservado para ellos es el de la explotación,
la violencia y la humillación.