A menos de una semana de las elecciones presidenciales en México y en este
periplo que ha procurado identificar el eje de las campañas electorales
encarnadas en sus candidatos, solo falta enfocarnos en el candidato del PRI y
mostrar sus miserias, inocultables, a pesar de la que probablemente sea la
operación mediática más sofisticada y más cara de la historia política del
país.
La idea rectora de la campaña priísta resulta grotesca: Peña representa el
cambio necesario, el nuevo rostro de la política nacional. Algunos incluso han elaborado
la especie de que el PRI llega por primera vez al poder en sana competencia y
en un contexto democrático, lo cual conduce a pensar que sólo un nuevo
instituto político, ajeno a su larga tradición autoritaria, respetuoso de la
normatividad electoral y sin el apoyo del presidente en turno, podría lograrlo.
Comparado con lo anterior, los tropiezos de Peña Nieto -que iniciaron a
cobrar notoriedad en la Feria de Guadalajara, cuando quedó al descubierto su
torpeza para improvisar y que tomaron fuerza en el encuentro con estudiantes de
la Ibero, donde reveló su verdadero rostro, más cercano al estilo de Díaz Ordaz
que al de a un galán de telenovela- son sólo consecuencia de su (de)formación
política y de la ineptitud de sus asesores de campaña.
Vender la idea de que el PRI ha cambiado para satisfacer la demanda de una
sociedad democrática, para ponerse a tono con los nuevos tiempos, no puede
lograrse más que a través de la imposición monumental, al viejo estilo, echando
mano de toda su experiencia para justificar el fraude patriótico, como lo hizo
en 1988. En ella radica la doble cara de Peña Nieto, su contradicción
fundamental.
Para enfrentar semejante contradicción Peña Nieto no tiene empacho en declarar que “… son los otros (partidos) los que no
han cambiado... mientras el PRI formó nuevos cuadros, jóvenes modernos…”
manteniéndose fiel a la promoción del nuevo rostro del partido. Sin embargo,
cuesta trabajo encontrar cuadros jóvenes en las listas de candidatos a
senadores y diputados y es evidente la presencia de la vieja guardia.
Dice Roger Bartra que el PRI no puede regresar al pasado porque nunca salió
de él. Después de tres meses de campaña la frase cobra sentido al observar en
videos compra de voto, acarreo, golpizas a opositores, bodegas repletas de
‘propaganda’ y detenciones arbitrarias de jóvenes del #132. Anclado en el
pasado, el partido de la revolución sólo puede ofrecer un nuevo rostro en el
discurso, amplificado hasta la náusea por los medios de comunicación, pero nada
más, pues incluso las ideas centrales del ideario político de Peña Nieto abrevan
de la más rancia tradición autoritaria.
Su propuesta de reformas políticas apunta a centralizar el poder en manos
del presidente, manteniendo el control del Congreso vía reducción de los
diputados de representación proporcional y legalizando la reelección, ya que ésta
funciona de facto. Pero además le molesta que el Congreso tenga que ratificar a
miembros del gabinete del ejecutivo: “… la Constitución le otorga (al presidente) la facultad de designar a su
equipo directamente. Más vale que se le permita designar a quienes deberán
cumplir con las expectativas” Su idea de eficacia gubernamental, en caso de
concretarse, regresaría el sistema político a los años setenta, cuando surgió
el sistema de representación plurinominal, y rompería con la tendencia a acotar
los poderes del ejecutivo federal, inaugurada con las reformas electorales de
1997.
Lo anterior no es una coincidencia o una ocurrencia casual. En realidad
denota un desprecio por los acuerdos que la clase política mexicana configuró
para mantenerse en el poder y una fuerte inclinación por volver al presidencialismo
tradicional. Lo que nos está tratando de decir Peña Nieto es que los problemas
que vivimos son consecuencia de la supuesta transición a la democracia, de ese
acuerdo político que nunca debió existir. Por eso es necesario rescatar los viejos equilibrios para
revitalizar el viejo régimen pues de ello depende la salvación de la patria.
La esperanza de recuperar el paraíso perdido, de seguir viviendo en el
pasado, nos son otra cosa que la manifestación más clara de la decadencia del
PRI y de la imposibilidad de renacer con una nueva identidad. Por eso a Peña
Nieto no tiene más remedio que continuar con la táctica que confirma su
inmovilismo: “Los mexicanos ya no queremos más de lo mismo y rechazamos
dar un salto al vacío... Juntos vamos a dejar atrás las prácticas de la vieja
política”