La escalada de violencia que vivimos ha provocado una serie de
fenómenos, algunos nuevos y otro no tanto, que han provocado discusiones
y polémicas entre los actores sociales y las autoridades de los tres
niveles de gobierno. Me refiero tanto al surgimiento como al
redescubrimiento de grupos de ciudadanos armados en varios estados del
país, incluyendo a Veracruz, que argumentan la debilidad y corrupción de
las instituciones encargadas de mantener el orden y aplicar la ley como
causa central de su existencia.
Los críticos del fenómeno sostienen, tanto la ilegalidad de los
ciudadanos armados como su eventual ineficacia para establecer
condiciones aceptables en los niveles de seguridad pública, como ejes de
su postura. Por el otro lado están los que consideran una prerrogativa
constitucional el que comunidades y vecinos tomen las armas para
mantener condiciones mínimas de vida digna. Sin embargo, parece existir
una confusión en el uso de las palabras que se utilizan para
señalarlos.
Se coloca así en, el mismo saco aparente, a las policías comunitarias,
los grupos de autodefensa y los paramilitares lo que genera confusión
entre la opinión pública y la población en general. La confusión
alimenta la idea de que los ciudadanos armados infringen la ley y deben
ser tratados como criminales. Más aún: se les considera empleados del
narcotráfico o de los caciques regionales que tiene la finalidad de
crear conflictos y caos para favorecer intereses privados. Para
contribuir a desenredar la madeja procuraré establecer diferencias en
términos de su fuente de legitimidad y por ende de los límites de su
actividad, tomando en cuenta la discusión que ha generado el tema en la
opinión pública mexicana.
Las policías comunitarias obedecen a las autoridades de los pueblos y
comunidades, que mantienen operando sus propios sistemas normativos,
llamados por algunos usos y costumbres. En este sentido no son un
fenómeno reciente, ya que en el sistema de cargos de las comunidades
indígenas existe la figura del guardián del orden, quien puede detener
al supuesto delincuente pero está obligado a remitirlo a las autoridades
locales, quienes a su vez los ponen a disposición del ministerio
público. No reciben un salario por sus actividades – la comunidad les
proporciona alimentos refugio- y las armas que utilizan normalmente son
de su propiedad y no son de uso exclusivo del ejército. La cantidad de
miembros de las comunidades que se han incorporado a dichos órganos ha
crecido acorde con el nivel de violencia. En todo caso su legitimidad
descansa, en última instancia, en el convenio 169 de la Organización
Internacional del Trabajo así como en la constitución mexicana.
Los grupos de autodefensa, por su parte obtienen su legitimidad de un
grupo de la comunidad y por lo tanto no tienen la obligación a rendirle
cuentas de sus acciones a los consejos o asambleas. Al identificar una
amenaza, miembros de la comunidad deciden armarse para enfrentarla y
hacer justicia según les parezca, aunque siempre en nombre de los
habitantes de su región o localidad. El armamento utilizado puede
incluir armas de alto calibre y, en teoría no reciben un pago por su
trabajo. Empero y debido a las características mencionadas pueden ser
cooptadas por los poderes fácticos de la región donde operan,
convirtiéndose así en grupos paramilitares. Su legitimidad proviene de
sí mismos y de su posición frente a la amenaza identificada.
Los paramilitares son lo que comúnmente se conocen como guardias blancas
-grupos de individuos armados por los grupos de poder en la región:
terratenientes, comerciantes, autoridades y delincuencia organizada. Su
legitimidad es nula pues responde a los intereses de sus mecenas y por
lo tanto sólo les rinden cuentas a ellos. Si bien pueden estar
integradas por miembros de las comunidades de la región no titubean para
atacarlas y saquearlas si esas son las órdenes del jefe. Se les llama
paramilitares pues actúan de manera paralela a las fuerzas armadas,
recibiendo de éstas apoyo logístico, entrenamiento y armas. Su jerarquía
está claramente inspirada en el orden militar y utilizan armamento
sofisticado.
Como se ve, las policías comunitarias son las que están más cerca de la
población, de las comunidades y pueblos, como fuente de legitimidad. Por
su parte, los paramilitares se encuentran en el punto opuesto: su razón
de ser es precisamente agredir los intereses comunes y defender los
particulares. Sólo obedecen al dinero, que es a final de cuentas lo que
los motiva a actuar. En medio se quedan las autodefensas, quienes
fácilmente pueden desplazarse a cualquiera de los extremos en función de
la coyuntura que se presente.
Los tres grupos de ciudadanos armados han aparecido en los últimos años
pero no pueden ser puestos en el mismo saco con el argumento de que sólo
el estado goza del monopolio de la violencia legítima. Dadas las
circunstancias, resulta imposible negar la necesidad de pensar en
nuevas formas de mejorar la seguridad, sobre todo involucrando a las
reales o potenciales víctimas. Insistir en que las fuerzas armadas deben
ser las únicas encargadas de mantener el orden es simplemente negar los
grandes obstáculos que enfrentan, que parecen insalvables y muy
costosos. Hoy más que nunca resulta indispensable imaginar nuevas
opciones por lo que las policías comunitarias no deben ser descartadas o
peor aún, satanizadas, en aras de respetar un debilitadísimo estado de
derecho. Hacerlo no detendrá la espiral de violencia en que vivimos y
favorecerá, si se quiere de manera involuntaria, a los grupos de poder,
legales o ilegales.
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