miércoles, 28 de marzo de 2012

¿Le conviene a los EEUU la guerra en México?

Desde hace ya casi seis años se ha venido discutiendo las razones que han alentado la guerra en México, señalando, en términos generales, que éstas se fundan en los beneficios que genera a la economía y la sociedad estadounidense. Básicamente dichos beneficios podrían agruparse en tres rubros: el lavado de dinero efectuado por los grandes bancos y el estímulo que representa para la especulación y el mantenimiento de ganancias altas; el estímulo a la industria de armas, poderoso grupo de interés que controla a buena parte del aparato del estado; y el estímulo que representa el discurso belicista que sigue basado en el destino manifiesto de ser el fiel de la balanza en el mundo y promotor de la democracia.

Con respecto al primer ‘beneficio’, para nadie es un secreto que el lavado de dinero representa -en tiempos de la depresión mundial que vivimos- un rubro que produce enormes ganancias, que no son declaradas al fisco, lo que permite mantener tasas de ganancia atractivas para la especulación financiera, manteniendo la ilusión de que todo va bien.

Por su parte, y frente al paulatino retiro del ejército de Irak, la industria militar necesita encontrar nuevos mercados para absorber lo que parece ser el nicho industrial estratégico de la economía estadounidense. Y con esto no sólo me refiero a la venta de armas y tecnología militar sino también de mercenarios e inteligencia militar, jugoso negocio de unos cuantos. A su vez, la industria militar y sus lacayos en la Casa Blanca insisten en mantener un discurso belicista, muy parecido al que se utilizó los años de la Guerra Fría, que sirve de base para mantener engañado al pueblo estadounidense acerca de su responsabilidad frente a la Historia (con mayúscula para denotar su carácter historicista) y los sacrificios que esto exige.

Dicho lo anterior cualquiera podría deducir que la guerra en México les conviene a los habitantes de los EEUU pero un análisis más profundo podría arrojar una conclusión opuesta. El lavado de dinero beneficia al sector financiero, concentrado en la ganancia fácil en detrimento de la producción y la creación del empleo, empobreciendo cada vez más a la población y provocando el crecimiento de la desigualdad. El adelgazamiento de la clase media estadounidense no augura nada bueno en términos de paz social. Los asesinatos masivos en las escuelas son, en parte, consecuencia de la angustia en la que viven los afortunados que aun pueden concebir el logro del sueño americano. Pero también el crecimiento del racismo y la discriminación, que poco apoco prefiguran un ambiente de polarización social, antesala de una guerra civil.

Asimismo, la bonanza de la industria militar y sus beneficios, limitados a unos cuantos, abona a la idea de que sólo por medio de las armas y la violencia es posible recuperar el paraíso perdido; que las instituciones encargadas de la seguridad son parte del problema y no su solución. El diálogo y el consenso pasan a un segundo término y por más que la industria crezca sería ilógico pensar que por sí sola puede reencauzar el crecimiento de la economía y detener la decadencia. De hecho, ésas armas que cruzan la frontera sur son y serán utilizados eventualmente contra sus creadores. El caso de la operación Rápido y Furioso es sólo un botón de muestra. En otras palabras, ésas armas le dan a la delincuencia organizada mayor poder y capacidad para seguir creciendo y controlando no sólo al sur del Rio Bravo sino también al norte.

Pero tal vez lo más grave de todo es el estímulo al desgastado discurso basado en el Destino Manifiesto, pues en lugar de replantear el futuro del país como una oportunidad histórica lo lanza al vacío con la ilusión de recuperar lo imposible. El engaño de la retórica belicista radica en que oculta la crisis por la que atraviesa la sociedad estadounidense, ignorándola simple y llanamente, lo que está provocando una enorme frustración y de paso profundizando -en aventuras como la de Irak- la crisis económica por la que atraviesa. Los políticos en EEUU siguen utilizando la idea de superioridad -muy al estilo de Hitler en su momento- para ocultarle a sus representados la debacle. Y todos sabemos en que acabó el sueño nazi.

En este sentido, desde México pensamos que nuestros vecinos del norte deben tomar en cuenta que la guerra contra el narcotráfico no les favorece en ningún sentido. Que provocar un incendio en la casa del vecino pone en riesgo la suya, pues tarde o temprano, si el fuego crece, lo invadirá indefectiblemente. Es por ello que desde acá hacemos un llamado a un pueblo caracterizado por sus ideales de libertad para que, como lo hicieron en los años sesenta y setenta, cuando se opusieron a la guerra en Vietnam, se opongan sin ambages a la guerra que estamos viviendo en México. Que se opongan ya que ésta sólo favorece a los dueños del dinero, a los mismos que saquearon el erario para rescatar a los bancos, y no a sus hijos y nietos, pues si las cosas siguen como están se verán obligados a combatir el incendio no al sur de la frontera, sino bajo sus propios pies, en su propia casa.

jueves, 22 de marzo de 2012

El legado de Felipe Calderón

El presidente de la república ha seguido promocionando su imagen con la especie de que su legado será una policía federal nueva, profesional y acorde con los estándares internacionales, lo que según él acabará con la violencia y la inseguridad. Al mismo tiempo, el encargado de organizar esa fuerza policiaca se encuentra envuelto en un conflicto que claramente demuestra lo contrario.

El montaje cinematográfico que realizó García Luna al detener a Florence Cassez confirma no sólo el desprecio por la legalidad sino la falta de profesionalidad, la improvisación, la idea de que el fin justifica los medios sin hacer un juicio de valor previo, sin medir las consecuencias de la acción.

En realidad el legado de Calderón es y será la institucionalización de la superficialidad, de la impunidad y de la violencia. Y esto es el resultado de una ignorancia evidente de la ética política, que es el instrumento clave para medir hasta donde el fin justifica los medios. Porque en el espacio de la ética no existen soluciones a contentillo ni mucho menos predeterminadas. Muy por el contrario, cada situación exige una reflexión ética que puede dar como resultado que el fin justifique los medios pero no siempre. Pero entonces ¿cómo saber cuando mis acciones están justificadas por el fin que persigo? Un elemento clave para obtener una respuesta es preguntarse si los medios están acordes con el fin deseado.

En su libro El poder y el valor, Luis Villoro nos da un par de ejemplos que pueden servirnos para profundizar en el problema. Por un lado nos recuerda la decisión de Benito Juárez de fusilar a Maximiliano y se pregunta si en realidad la acción del oaxaqueño se justificaba o no. En realidad el dilema estaba entre la sobrevivencia de la república mexicana y el derecho a la vida del malogrado emperador.

Nadie puede negar que el austriaco tenía derecho a vivir, más aún cuando muchos historiadores le han reconocido su buena fe aunque también su desconocimiento de la realidad política mexicana. En este punto, la pregunta entonces es si el medio, la acción, generará un ambiente acorde con el fin perseguido, o sea, la restauración de la república y de las libertades consustanciales a dicho régimen político. Y aquí es evidente que con la desaparición física del emperador se lograba, primero, enviar un mensaje claro a las naciones del mundo para evitar futuras invasiones; pero al mismo tiempo el fusilamiento generaría un cambio de la realidad política mexicana, en donde las libertades republicanas y la soberanía nacional estarían garantizadas, al menos en teoría, cosa imposible de concebir en un imperio.

El segundo ejemplo es el de la revolución encabezada por Miguel Hidalgo, quien evidentemente tenía las mejores intenciones de generar un clima de libertades opuesto al sometimiento de los habitantes de la Nueva España frente al imperio español. Es por eso que Hidalgo se lanza a la lucha. Sin embargo, después de ser testigo de batallas en las cuales morían miles y miles de personas y, al mismo tiempo, ser consciente de que el fin deseado se alejaba más y más no le quedó más remedio que aceptar la responsabilidad de sus acciones y sobre todo de sus consecuencias. Fue así como las crónicas describen a Hidalgo llorando por su error, reconociendo así que se había equivocado, que el fin no justifica el medio elegido. En eso radica la grandeza de Hidalgo y el reconocimiento de su paternidad de México, a pesar de que el país vivió una guerra que duró once años y que lo sumió en la pobreza y la desesperanza.

En este sentido, si bien Calderón -en el colmo de su soberbia- se ufana de ser un valiente que enfrentó el problema del narcotráfico, resulta evidente que es un ignorante de la ética política, no sólo porque presume de logros inexistentes sino sobre todo porque no muestra el menor remordimiento por las consecuencias de su decisión. A meses de terminar su nefasta administración el país está peor que hace seis años en materia de seguridad y el tan campante. En realidad, su legado es y será un país en llamas, más lejos que hace seis años de la anhelada paz y la concordia entre los habitantes de este país.