jueves, 30 de diciembre de 2010

Del estado fallido al estado omiso

En los últimos días de este año, caracterizado por la coincidencia del bicentenario de la independencia y el centenario de la revolución, no va a quedar de otra que aceptar que la decadencia del modelo económico y el estado que lo alimenta sigue dando sus frutos. El más reciente en nuestro país fue la liberación del conocido político panista, Diego Fernández, que fue secuestrado y liberado siete meses después por un grupo que se tomó el trabajo de escribir un comunicado para justificar su actuación.

El secuestro reveló no a un estado fallido sino a un estado omiso por la sencilla razón de que, a pesar de la evidencia en la comisión de un delito, las procuradurías estatal y federal se abstuvieron de investigar de acuerdo con la ley. Como en plan concertado de antemano, también los medios de comunicación, señaladamente el grupo Televisa, manifestaron su intención de no obstruir las negociaciones negándose por anticipado a difundir cualquier información al respecto.

El desenlace del secuestro demostró que la estrategia de aquínopasanada parece funcionar pero a costa de una concesión inadmisible para un régimen republicano que, basado en la igualdad de los ciudadanos, no puede aplicar la ley de manera selectiva y de cara a todo la sociedad sin la menor intención de ocultarlo. En el peor de los casos el ciudadano puede exigir cierta discreción: ojos que no ven corazón que no siente. Pero no, ni eso. Pisoteado el pudor republicano, el gobierno federal se quedó callado mientras Diego estuvo secuestrado pero en cuanto lo liberaron Calderón declaró su intención de aplicar todo el peso de la ley a los responsables y cosas por el estilo.

El estado fallido es un estado que cuando menos intenta gobernar, aplicar la ley, aunque por lo general falla. Por el contrario el estado omiso ni siquiera lo intenta; entre que no puede y no quiere pues mejor se hace el desentendido. Me recuerda a Fox con el caso del Canal 40, cuando pronunció la famosa frase: ¿Y yo porqué? Y ésa parece ser la esencia del estado neoliberal en México, la sistemática omisión de su obligación. Más allá del resultado que arroje su acción, su actitud refleja la descomposición del estado y su burocracia. La ausencia de intención habla de ausencia de ideas, de visión a futuro, de vigor intelectual. No cabe duda que es preferible pecar de exceso que de omisión.

No podemos dejar de reconocer que el fenómeno de la decadencia del estado liberal -directamente relacionada con la crisis del sistema económico mundial- genera inestabilidad social y pérdida de confianza de la ciudadanía en las instituciones públicas. El papel del estado como amortiguador ideológico pierde su eficacia no por su incapacidad sino por su falta de intención de seguir cumpliendo con su función. Y esto no es otra cosa que un claro síntoma de la pérdida de vigor de las élites gobernantes de este país. Ensimismadas en seguir impulsando la acumulación de riqueza, empiezan a denotar un agotamiento que anuncia su relevo. ¿Y quiénes serán los que vienen?

viernes, 24 de diciembre de 2010

Los disfraces de la discriminación y el racismo


En este espacio me he dedicado a señalar ejemplos del racismo y la discriminación manifestados en diversas partes del mundo: los gitanos en Europa, los turcos en Italia, los migrantes en Estados Unidos. Una de las ideas que disfraza el alcance del problema radica en afirmar que es un fenómeno que sucede en países centrales del sistema, los cuales legislan y diseñan políticas claramente discriminatorias para combatir la migración ilegal; sin embargo en las naciones situadas en la periferia y semiperiferia también se cuecen habas, o sea también se discrimina sistemáticamente. Para muestra veamos el siguiente caso que sucedió en el puerto de Veracruz y reseñado por La Jornada en su edición del 17 de diciembre del presente.

Con motivo de la celebración de Halloween en conocido club deportivo, se realizó un concurso de disfraces. Hasta ahí todo parece normal. Sin embargo, la nota llegó a la prensa nacional porque el primer premio se lo llevaron unos niños vestidos como miembros del tristemente célebre Ku Klux Kan (KKK). Para incrementar las posibilidades de ganar, los niños complementaron el disfraz con un monigote colgado de un palo montado en un carrito de golf. Cuesta trabajo creer que lo hicieron todo sin el conocimiento de sus progenitores pero más trabajo cuesta creer que ganaran el concurso.

Si no podemos responsabilizar plenamente a los niños pero se puede argumentar el desconocimiento por parte de los padres de las actividades de sus hijos, lo único que queda es esperar que los jueces tengan lo básico para serlo: ¡buen juicio! Pero no, son ellos precisamente los que validan la acción y la premian. Por si fuera poco, el conocido club social porteño reseñó el hecho en su revista social, justamente llamada Sociedad y Deporte, destacando las fotos de los originales disfraces.

Este hecho aparentemente trivial, parte del espacio social y cultural de la región, es en realidad un problema fundamental a la hora de pensar en una sociedad más justa y más igualitaria pues la discriminación representa precisamente la justificación más eficaz para la existencia de la desigualdad, su carta de naturalidad. El que la discriminación se promueva en los espacios privados no es una novedad ni tampoco que parezcan inofensivos, una simple travesura de niños. El miedo en que vivimos, azotados por la violencia social sistemática y creciente puede empujarnos a considerar a la violencia como forma natural de defensa, a reivindicar símbolos de intolerancia y justicia primitiva.

Convendría reflexionar al respecto pensando que buena parte de los padres de familia no disfrazarían a sus hijos de KKK, de Francisco Franco o Adolfo Hitler y que son libres de ponerles el disfraz que quieran. Pero dadas las circunstancias, promover símbolos semejantes es muy peligroso porque en su aparente inocencia radica la eficacia del mensaje. Si el estado y sus instituciones han demostrado su incapacidad para gobernar para hacer efectivos los derechos toca a los ciudadanos impulsarlos sobre todo en entorno familiar. No hacerlo es seguir ignorando la caída, es suicidio colectivo.

jueves, 16 de diciembre de 2010

El estado liberal agoniza

El estar viviendo una época de crisis coyuntural y estructural obliga a dejar de pensar que con algunas reformas al estado liberal contemporáneo se resuelve el problema. La decadencia de la hegemonía estadounidense es al mismo tiempo el fin de una época -que arrancó después de la segunda guerra mundial- y el agotamiento de un sistema económico que surgió en el siglo XVI ha impactado notablemente en la capacidad de los estados nacionales para cumplir con sus obligaciones.

Para Tomás Hobbes, el estado se justifica y se legitima por su eficacia para evitar la guerra de todos contra todos -que es la constante en el estado de naturaleza- lo que impide el disfrute de la propiedad. En cambio para John Locke, el estado está para garantizar el disfrute de los derechos naturales, a los cuales el ciudadano no puede renunciar, garantizando la tolerancia religiosa y la libertad para poseer propiedades sin la intervención estatal. Ambos coinciden en reconocer que el estado está obligado a mantener condiciones mínimas para el libre desarrollo de la sociedad.

Posteriormente, el pensador utilitarista Jeremías Bentahm iría más allá, afirmando que la misión del estado es realizar acciones útiles para la sociedad, abriendo el camino para la intervención del estado en la economía, sin reñir con el credo liberal clásico enarbolado por Hobbes y Locke, que limitaba al estado a ser un simple guardián del orden. Las ideas de éstos son hasta hoy el sustento del estado liberal tradicional -hoy llamado neoliberal- mientras que las del utilitarismo de Bentahm representan sin duda un antecedente central en la conformación del estado de bienestar.

El asunto es que en nuestros días, la decadencia del estado liberal y del liberalismo como ideología puede verse en México y en buena parte del mundo, sin necesidad de realizar sesudos estudios. Por un lado no consigue contener el aumento de la violencia social -lo que afecta sin duda la confianza en invertir y abrir un negocio en buena parte del territorio nacional. Pero además, de cara al enorme crecimiento de las demandas de la sociedad, el estado mexicano se muestra incapaz de atenderlas. A lo más que aspira es a quedar bien con determinados aliados temporales, internos y externos, procurando ocultar su impotencia para incidir positivamente en la realidad social.

Por todo lo anterior, hay que empezar a pensar en otras formas de organización para evitar que la muerte del estado liberal nos arrastre al fondo del pozo. La libertad, proclamada como el principio superior de la humanidad y sostén ideológico del estado liberal está cada vez más debilitado precisamente por la pérdida de la libertad del ciudadano –pérdida alentada por el estado que nació, siglos atrás, con la misión de defenderla. Vivir hoy en un estado liberal es vivir la tragedia de la criminalización de la sociedad, de la pérdida sistemática de las libertades básicas. Al final de sus días el estado liberal se repliega sobre sí mismo, devorando el valor que le dio su nombre. La víbora se muerde la cola. El estado liberal agoniza.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Mathias Rust y Julian Assange: Ridiculizando al poder.

Ahora más que nunca cobra sentido la idea de que la caída del Muro de Berlín fue una catástrofe no sólo para la antigua Unión Soviética sino también y sobre todo para los Estados Unidos. Y si bien las manifestaciones simbólicas de la pérdida de poder se dieron primero en el país europeo, no pasaron muchos años para que a los estadounidenses también les tocara su parte.

En 1987 Mathias Rust, con 19 años de edad, viajó en un Cessna desde Helsinki hasta la Plaza Roja, el símbolo del poder soviético por excelencia, sin que el ultra costosísismo y super eficientísimo sistema de seguridad del ejército rojo pudiera detectarlo, mucho menos detenerlo. ¡Aterrizó en plena Plaza Roja! El hecho demostró, antes que la caída del famoso muro berlinés, que la guerra fría había terminado y que ambos contendientes estaban exhaustos, sólo que los grandes medios de comunicación nos hicieron creer que sólo los rusos habían perdido. Los años de Reagan fueron el canto del cisne para los Estados Unidos, cosa que quedó demostrada con el ataque a las torres gemelas de Nueva York y que se actualiza con las filtraciones de Manning a Assange.

Los documentos filtrados hasta ahora son la falla de un sistema de seguridad del estado que se autodenomina como el más poderoso de la tierra. El golpe simbólico no se desprende del contenido de los cables, de sus frivolidades y verdades sabidas por muchos, sino de la debilidad para proteger documentos secretos, indispensables para mantener y ampliar (jaja) la dominación del mundo por los Estados Unidos.

Pero además pone en evidencia la mediocridad de los cuadros del servicio secreto-diplomático que aparecen como perezosos, por decir lo menos, y se limitan a reportar banalidades y cosas que todo el mundo sabe, como la notoria afición de Berlusconi por la pachanga. En mi opinión, esto demuestra que los burocracia yanqui ha perdido la brújula, resignándose a navegar sin rumbo fijo.

Si a esto agregamos la impotencia del departamento de estado, a cargo de la señora Clinton, para detener la publicación sistemática de los cables -gracias al apoyo de muchos cibernautas, que impidieron la censura- pues no queda más que aceptar que las fisuras del otrora centro del mundo son imposibles de ocultar. Aún juzgando a Assange en los Estados Unidos, lo cual lo convertiría en un mártir, el daño está hecho.

Será interesante leer los cables que contienen información de las grandes corporaciones internacionales y de su maridaje con los estados y ejércitos nacionales. Al igual que la soberbia y mediocridad de la burocracia yanqui quedará expuesto el motivo profundo que mueve las guerras, los golpes de estados, las matanzas: el afán de lucro.

Los golpes simbólicos no rinden frutos de una día para otro pero a la larga definen las condiciones, el espacio de confrontación de ideas pero sobre todo, le recuerdan al ciudadano de a pie que, si se lo propone, puede vulnerar seriamente el orden establecido organizándose sin pretender enriquecerse y con un alto sentido de cooperación, principio gracias al cual los seres humanos somos lo que somos.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Wikileaks y la demogogia cotidiana

              “Debemos entender (…) que una de las razones principales de los secretos gubernamentales es para proteger al gobierno de su propia población” Noam Chomski

El reciente escándalo suscitado por la publicación, en los principales diarios del mundo, de documentos confidenciales de buena parte de los estados nacionales demuestran lo que ya todos sabíamos: que los gobiernos mienten sistemáticamente. Como el niño que grita en la corte que el rey va desnudo -cosa evidente para todos pero que nadie se atreve a decir abiertamente- Wikileaks le han demostrado al mundo lo que muy pocos han venido denunciado por décadas.

Frente al debilitamiento de las capacidades fiscalizadoras de los gobernantes frente a sus gobiernos, ha ido ganando fuerza –sobre todo después del 11 de septiembre- la idea de que los gobiernos tienen todo el derecho a ocultar información a la ciudadanía para combatir al terrorismo. En nuestro país el argumento se utiliza para ocultar el atropello sistemático de las garantías individuales, en el contexto de la guerra contra el narcotráfico, así como pavimentar el camino para el saqueo y la corrupción rampantes de nuestros gobiernos.

Los presidentes que han sido afectados por los documentos coinciden en señalar que la información es irrelevante, dejando de lado el hecho de que la mentira sistemática constituye el punto a discusión y no el alcance de lo que se ha revelado. Este hecho demuestra que la demagogia es hoy, más que nunca, moneda corriente en las relaciones entre gobernantes y gobernados, la cual se justifica, según los primeros porque está orientada a satisfacer las necesidades de la ciudadanía, aunque en las realidad sea todo lo contrario. La mentira sistemática está dirigida a preservar la impunidad de esos que se desgarran las vestiduras frente a la tragedia social que vivimos. Es en ese contexto que, al mismo tiempo que los gobernantes se ufanan de impulsar la transparencia no cesan de clasificar cada vez más documentos que pudieran incriminarlos. Pero además, por si fuera poco, se cuidan las espaldas y heredan el poder con la finalidad gozar de impunidad para continuar con su carrera política.

El cansancio de la población va en aumento, cada vez más percibimos la mentira cotidiana de los políticos en turno como un insulto, como una bofetada cínica de los que lucran con la esperanza y la impotencia ciudadana. Los únicos que aplauden los discursos llenos de mentiras y verdades a medias son los integrantes del círculo cercano de los tiranos modernos, esos que viven como parásitos, incrustados al erario público. Y eso sí, aplauden hasta la ignominia, tratando de llamar la atención de sus jefes para demostrarles su lealtad.

Lo peor de todo es que, como mienten prácticamente todo el tiempo, acaban por creerse sus propias mentiras al grado de que cuando son confrontados por un periodista o un ciudadano común se enojan y los intimidan, haciéndose los ofendidos por la duda. En todo caso, el caso de Wikileaks pone en la mesa la debilidad de la mentira y de los gobernantes, a pesar de su poder económico y policiaco-militar, cuando se enfrentan con un ciudadano de veintitrés años que no olvidó cual es su deber.