viernes, 16 de mayo de 2008

Al maestr@, en su día

Hay de oficios a oficios, y todos ellos necesitan de vocación. La diferencia entre un buen herrero y otro malo no radica simplemente en su capacidad técnica sino sobre todo en su dedicación y la alegría al desempeñar tal actividad. El taxista que mantiene limpio su coche, respeta a los demás conductores, al reglamento de tránsito, pero sobre todo, nos comparte una experiencia de vida, no sólo cumple con su deber sino que nos obliga a reflexionar sobre la vida.
Entre todos los oficios que conocemos hay algunos más ingratos que otros; por ejemplo el policía o el cantinero se juegan la vida y no siempre gozan del respeto de sus conciudadanos. Sin embargo, hay dos oficios que gozan de gran respeto en nuestro país desde hace ya muchos años: el médico y el maestro de escuela.
El médico atiende los males que atacan a nuestros cuerpos y el maestro ataca los males que produce la ignorancia, abriendo la puerta para que las personas desarrollen sus capacidades y contribuyan al desarrollo de la humanidad.
¿Quién no recuerda con afecto al maestr@ que, en algún momento de nuestro tránsito por las aulas, nos mostró con una pizca de humor una verdad eterna de la vida? Porque en realidad, los buenos son los que comparten con alegría sus experiencias vitales, a través de las cuales el estudiante comprende las cosas sencillas, cotidianas, de su propia existencia. El que se limita a enseñar su disciplina con frialdad, por muy bueno que sea, no será el más recordado, aun cuando cumpla con su objetivo.
Y es que el maestr@ que comparte su experiencia, en realidad lo que está haciendo es motivar al estudiante para atreverse a ver el mundo con sus propios ojos -y no a través de los ojos de otros, sean grandes personajes, religiones o filosofías de moda- obligándolo a reflexionar. A ése maestr@, que comprende que a los estudiantes no se les enseña, sino que se les motiva a aprender, le recuerdo que no es el o la más popular entre las autoridades educativas o los gobiernos en turno. Su trabajo rendirá frutos cuando l@s jóvenes se acostumbren a pensar sobre su condición y la de sus semejantes sin prejuicios, y a pesar de la miseria y la injusticia que nos rodea, con una pizca de humor. Felicidades maestr@, en tu día.

Un extraño privilegio

El pago de impuestos es, junto con la muerte, las dos cosas que todos los seres humanos no podrán evitar al pasar por este mundo. Los más pobres pagan impuestos aunque no tengan ingresos gravables, pues al consumir un producto o servicio de bajo precio, éste incluye inevitablemente el famoso IVA. Los más ricos, por muy hábiles que sean para evitar el pago tendrán que hacerlo, aunque sea lo menos posible, gracias a fundaciones, obras de caridad y demás trampas que los funcionarios de Hacienda les facilitan para incentivarlos a invertir. Esto sin mencionar que de lo que pagaron les regresan buena parte, gracias a las capacidades de sus abogados y a la corrupción.
Para complicar las cosas, resulta casi imposible vivir sólo con un ingreso, así que tiene que combinar sueldos, honorarios y lo que se acumule para completar la chuleta. Como consecuencia estará obligado a contratar un contador que navegue con gracia en los insondables mares de la legislación fiscal, que además se reforma año con año para ir complicando las declaraciones (como en un juego de video que conforme el que juega empieza a ganar pasa al siguiente nivel para empezar a perder). Olvídese de pedir que le regresen algo de dinero, ya que se expone a que le hagan una auditoria, de la cual difícilmente saldrá limpio.
Pasado el trago amargo de ir al banco a depositar, empieza uno a pensar si vale la pena pagar impuestos para mantener las altas ganancias de los bancos -gracias al FOBAPROA- el pago de la deuda externa, los rescates carreteros, las toallas y colchones de precios exorbitantes o el subsidio con dinero público a equipos de fútbol que van y vienen. Es entonces cuando la depresión se convierte en rabia y no queda mas remedio que pensar seriamente en la posibilidad de percibir ingresos en la economía informal o vivir como ermitaño, con tal de no seguir pagando tributo.
Pero dadas las circunstancias, para no amargarme la vida, prefiero pensar que presentar una declaración de impuestos es un extraño privilegio -en un país donde mas de la mitad de la población gana menos de tres salarios mínimos, si es que tiene trabajo- porque implica haber tenido ingresos suficientes para llamar la atención del fisco. De los males el menor.